Idílica Irene

IdilicaIrenePor Alicia Pérez Gil y Judith Bosch.

Conocí a Irene León hace algunos años y tuve el honor de publicar dos libros con portadas ilustradas por ella. Su complejo imaginario y las técnicas que utiliza para expresarlo me enamoraron por completo y estoy feliz por tener el honor, ahora, de escribir para ella.

Me consta que Alicia también experimentó ese flechazo a primera vista y el hermoso relato que ha creado para la ocasión es la prueba de ello; un texto sorprendente y muy evocador que tienes que leer sí o sí.

¡Que lo disfrutes!

 

EL HIELO REJUVENECE

Textos: Judith Bosch.

Lienzo: Irene León.

congelador

A PRUEBA DE HISTORIAS

-Ella no llorará como yo,  el rostro no se le cuarteará ni su cabello se volverá blanco. Ella tiene un corazón de hielo y eso la preservará joven y bella toda la vida –dijo la señorita Havisham.

-Yo tendría que estar protagonizando «Dos historias de una ciudad». Odio a Dickens- musitó Pip.

La señorita Havisham le agarró la mano que sujetaba el cepillo de plata, se volvió, se levantó el velo y se quedó mirándolo fijamente.

-¿Qué dices, chico?

-Cosas mías. Hablaba solo. Lo siento.

-Yo también hablo sola de vez en cuando –confesó en voz baja después de retomar su posición habitual y cubrirse el rostro con el velo -. Y también odio a Dickens. Por eso me conforta haberle regalado a Stella un corazón de hielo; a saber los planes que ese bribón estará urdiendo para ella.

AUTOCONTROL

Encerró a sus hijos en sus respectivas habitaciones y tapó las rendijas con cinta americana. Luego corrió hasta la cocina, abrió el congelador y metió la cabeza dentro.

-En el horno, Silvia; te dije que metieras la cabeza en el horno –comentó el fantasma interior.

-No; si lo hace para que se le pasen las ganas de matarlos –explicó la conciencia -. Aún tiene que terminar cuatro poemas y con esos dos dando guerra todo el día no hay manera.

-A ver, ¿al final se suicida o no se suicida? –preguntó la muerte -. He de organizarme.

-¡Sí! ¡Se suicida! –exclamó con euforia el fantasma interior.

-Sí, pero hoy no –aclaró la conciencia.

-¿Y entonces qué coño hace con la cabeza metida ahí dentro? –volvió a preguntar la muerte.

-Esta sensación permanente de estar rodeada de ineptos acabará conmigo –refunfuñó la conciencia.

La muerte asintió con la cabeza.

-Lo sé, sé que acabará contigo; ahora necesito saber cuándo.

-Hoy no. Es lo único que puedo decirte.

-Está bien. No quería hacerlo pero no me dejas alternativa; llamaré a Dios, le pondré al corriente y que él marque la fecha.

-¡No! ¡Más ineptos no!

-¿Alguien me ha nombrado?

-Sí, Dios; he sido yo. Necesito que pongas un poco de disciplina; este caso de suicidio se está yendo de madre.

-¿Qué hace esa chica con la cabeza metida en el congelador?

Y la conciencia, que no tenía ganas de seguir discutiendo contestó con una sonrisa: “El hielo es beneficioso para el cutis y quiere estar muy mona para el día exacto de su suicidio que será el próximo once de febrero”.

-Y, ¿tendrá tiempo en tan pocos días de acabar los poemas que le mandé hacer?

La muerte se encogió de hombros.

-No te lo preguntaba a ti. Se lo preguntaba a la conciencia. ¿Dónde se ha metido?

-¡La conciencia está en el congelador! –exclamó el fantasma.

BESANDO SAPOS

Textos: Judith Bosch.

Lienzo: Irene León.

besasapos

TIENDA DE SAPOS ALUCINÓGENOS I

-Le ha dado un beso en la mejilla, un beso en la nariz, un beso en los morros, un beso de tornillo y ¡nada! ¡Sigue siendo un sapo! –reclamó la muchacha poniendo el limón sobre el mostrador -. ¡Quiero que me devuelvan el dinero!

El dependiente asintió con la cabeza, agarró el limón y se metió en el almacén.

-¡Tukuman! –exclamó -¿Qué le has vendido a la chica de allá afuera?

-¿Yo? Un sapo. Le vendí un sapo.

-¿Un sapo de que tipo?

-Del que se podría cambiar por limones, porque la tía no ve un carajo.

 

TIENDA DE SAPOS ALUCINÓGENOS II

-¿Te quedan con efecto “guerrero bien dotado”? –preguntó la muchacha.

-No; esos ya están descatalogados. Ahora tengo que venderlos con efecto “príncipe azul”.

-¿Qué es “príncipe azul”?

-No acabo de pillar qué es; esas misioneras dicen que en unos años será tendencia pero yo sigo pensando que no tienen ni idea de marketing.

 

TIENDA DE SAPOS ALUCINÓGENOS III

-¡Que viene el cura!

-¡Rápido! ¡Escondedlo todo! ¡Sacad la fruta! ¡Y poned cara de mucha culpa, pena y misericordia!

-¡Cincuenta metros y bajando!

-¡Más rápido! ¡Tiradlo todo por la trampilla del sótano! ¡No os entretengáis más!

-Cinco, cuatro, tres…

-¡Ese sapo! ¡Atrapad de una vez a ese sapo!

-Buenos días, pecadores. ¿Qué tal va todo?

-Todo bien –contesta el dependiente jefe. Los otros dos dependientes están a su derecha: uno completamente pálido y el otro con un sapo escondido entre carrillo y carrillo.

-¿Bien?  -pregunta con retintín el cura.

-¡No! Quería decir mal, muy mal; cada día estamos más convencidos de nuestros pecados y sabemos que merecemos sufrir –corrige el dependiente jefe, erguido como una caña y con las manos juntas en la espalda, apretando con fuerza otro sapo.

-¿Y eso es malo? –pregunta el cura.

-¡No! ¡Eso es bueno! ¡Qué digo bueno! ¡Buenísimo! Estamos la mar de contentos.

El cura levanta una ceja y cruza los brazos.

-¿Contentos?

-Sí… ¡No! Digo sí; contentos en la gloria de nuestro sufrimiento, quería decir.

-Está bien. No me des más explicaciones. Lléname este saco de fruta –ordena alargando un saco doblado.

El dependiente jefe se queda mirando el saco sin mover las manos, escondidas detrás de la espalda. Aprieta el sapo con más fuerza y contesta:

-No puedo, señor. Hoy estoy de penitencia. He tenido tentaciones y he visto recomendable atarme las manos a la espalda.

-Me parece óptimo –comenta el cura -. Que me llene el saco cualquiera de los otros dos.

El segundo dependiente, pálido aún, se adelanta, agarra el saco y en silencio comienza a llenarlo de fruta. Oye un golpe detrás pero continúa con su tarea.

-¿Ninguno de los dos va a ayudar al hombre que acaba de desmayarse? –pregunta entonces el cura mirando al dependiente jefe.

-¡Si usted supiera! –exclama el dependiente jefe soltando una carcajada -¡La última vez que ayudamos a un desmayado empezaron a salirle sapos de la boca!

-¡Qué me está diciendo! ¿Y cómo puede hacerle gracia semejante señal del diablo?

El cura se lleva las manos a la cabeza. Acto seguido saca una biblia de la sotana.

-¡No! ¡Si eso no es nada! –continúa el dependiente jefe, llorando de la risa – ¿Recuerda la soga que le mencioné, con la que ato mis muñecas para cumplir castigo?

-¿Qué soga? –pregunta con recelo el cura mientras se santifica.

-¡Ninguna! ¡Ya no hay soga! ¡Acaba de convertirse en un sapo!

DESPACIO

Texto: Alicia Pérez Gil.

Lienzos: Irene León.

caracoles

—Puede que sea por el metabolismo ¿sabe?

—¿El metabo..?— comenzó la paciente, con lentitud.

—Sí, a veces, algunas personas ¿sabe?, tienen el metabolismo más lento.

 —¿Es por..?

—No, no, no. No tiene de qué preocuparse, que no es culpa suya. Sólo tome esto que le receto y verá cómo mejora. Dentro de unas semanas tendrá que comprar ropa tres tallas menor. Ya verá.

La mujer, Romina, sujetó la puerta mientras el siguiente enfermo pasaba, con prisa. Ella aún estaba dentro de la consulta. Su metabolismo no era lo único que funcionaba despacio. Desde que recordaba había sentido que todo iba demasiado rápido a su alrededor. Los kilos en cambio, caminaban a su mismo ritmo, se le asentaban sobre los huesos con parsimoniosa seguridad.  Como no tenía espejos no le había importado jamás, pero ahora le dolía la espalda. Tampoco podía agacharse sin resoplar.

En casa la esperaban un montón de frascos de vidrio transparente. Estaban vacíos porque no podía agacharse sin resoplar. De otro modo estarían vacíos porque habría vendido los caracoles. Con el dinero que le pagaban  en los restaurantes habría comprado comida y películas. Lo que más le gustaba en el mundo era ver películas. Es decir, lo que más le gustaba excepto salir al jardín, descalza tras una tarde de lluvia, a buscar caracoles escondidos bajo las hojas grandes y verdes. Las plantaba porque eran sus favoritas. Los vecinos agradecían que la plaga afectase solamente al jardín de Romina.

Unas pocas semanas después tuvo que salir a comprar ropa más pequeña. No recordaba cuándo había sido la última vez que había usado una camisa que no hubiese cosido ella misma. Se metió en el probador de unos grandes almacenes y se desabotonó el vestido. Siempre les cosía los botones por delante. Era mucho más cómodo. El que había tomado del perchero se cerraba por detrás. Se las apañó bastante bien para subir la cremallera. A pesar de su inexperiencia.

—¿Cómo le queda?

—Creo que bien—. No se dio cuenta de que había terminado la frase.

—Quiere que…

—No hace falta, gracias. Me lo llevo.

Tampoco se dio cuenta de eso.

Le pareció que desabrocharse al tacto era más difícil que realizar la operación contraria. Algo se enganchó a mitad de la espalda. Debía de tener una espinilla o algo similar. Le dolió cuando trató de desprenderse de la prenda con un par de tirones. Pero no había sangre en sus dedos cuando los miró, así que pagó su compra sin queja alguna antes de irse.

Aún así no estaba tranquila. Por eso pidió cita con su médico de cabecera. Marcó los números que le pedía la locución telefónica sin dejar que la voz grabada llegase al final de las frases. Esa noche durmió mal, boca abajo, porque la espalda le molestaba. Sentía una comezón extraña.

—¿Pero qué…?

—No se moleste en adularme, doctor. Necesito que me examine.

Ella misma corrió la cortina que separaba la camilla de la puerta de la consulta, se quitó el jersey de punto que tejiera meses antes y se tendió.

—Bajo los omóplatos—dijo.

—No hay nada…

—No me venga con esas, doctor. Nunca había tenido problemas en la espalda, así que sé de lo que hablo.

—Hasta que vino usted con todo su sobrepeso, quiere decir.

Romina no contestó a eso porque era verdad y, por muy rápido que trabajase su cerebro, no era dada a contradecir cosas que era ciertas.

—No hay nada extraño en su espalda. Podría haberlo mirado en casa.

—No tengo espejos.

—Claro… Espere. Le haré una fotografía con el móvil.

En la pantalla demasiado brillante que el médico le mostró, Romina vio una espalda como de muñeca. Delgada, lisa, bonita.

—Lo que le molesta debe de ser la pestaña.

Ante la mirada bovina de su paciente, el doctor amplió la imagen y señaló.

—Es esto. Debajo van las pilas.

Romina le miraba. Se negaba a entender.

—Las pilas, las que han activado su metabolismo. Si no fuera por esas pilas ahora mismo…

—¿No eran vitaminas?

—¿En una única toma? No. Eran el… digamos germen. Eran el germen de la petaca. Ahora su cuerpo recibe la señal de procesarlo todo mucho más rápido.

En casa la esperaba un montón de frascos de vidrio transparente. Estaban vacíos porque hacía varias semanas que ya no veía los caracoles. Sabía que estaban ahí. A veces los pisaba y oía el crujido de la concha, pero ya no los veía. Se dijo que era porque los caracoles y ella vivían ahora a velocidades diferentes.

Se sintió triste. Se preocupó. A saber de qué viviría. Sin caracoles.

Pilas

 

 

Irene León, Alicia Pérez Gil y Judith Bosch 2015

2 comentarios en “Idílica Irene

  1. Reblogueó esto en AliciaPerezGily comentado:
    Esta es mi colaboración de Marzo en el blog de Jodith Bosch.
    Es una suerte contar con compañeras de armas de su claridad mental.

    La idea, como el mes pasado, es homenajear al ilustrador; en este caso ilustradora: Irene León. Una mujer cuya obra impacta -para bien- y no se desvanece…

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