Su robo, Gracias

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Por Antonio J. Cuevas, Zoraida Zaro, Rafael Estrada, So Blonde, Helena García, Alicia Pérez Gil, Mo Mochi y Judith Bosch.

Este mes, en lugar de «Homenaje al Ilustrador» rendiremos HOMENAJE A TODOS LOS ILUSTRADORES, especialmente a todos aquellos que han visto sus trabajos publicados en blogs, revistas, carteles ¡e incluso camisetas! con la firma de otros o directamente sin firma.

Los artífices de tan desagradable circunstancia afirman habitualmente haber sacado las imágenes de «Google». Vaya, que «Google» aparte de ser el buscador más grande del mundo, además dibuja y regala imágenes.

Todavía podemos encontrarnos argumentos con peor baba, del tipo: «Pues si no quieres que te roben imágenes no las publiques en Internet». A ver, chaval, chavala, nadie publica sus imágenes en»Internet», las publicamos en nuestros blogs y en nuestros portfolios, que están conectados a una red global para que la gente que necesita ilustradores pueda contactarnos; no para que los ratas como tú pillen esas imágenes y no den ni las gracias, ¿sí?

En fin, voy a dejarme de malos rollos y explicaré lo que hemos hecho: nos hemos unido ocho autores, cuatro escritores y cuatro ilustradores, y desde la creatividad y trabajando en parejas, hemos desarrollado estos relatos que reflexionan, exponen, explican la importancia de reconocer y valorar a todos los compañeros dedicados en alma y cuerpo al arte, que ya de por sí es un trabajo ingrato, por favor, no lo hagamos aún más ingrato o nos quedaremos sin ellos.

Y ya… Me callo.

Disfruta y comparte.

DIEZ ESPEJOS

Texto: Antonio J. Cuevas.

Ilustración: Zoraida Zaro.

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Pilar adoraba los espejos. Solía bromear asegurando que su personaje favorito era la madrastra de Blancanieves. Como en el cuento, a Pilar le hubiera gustado tener un genio tras el cristal que le recordara cada mañana que ella era la más bonita.

Podía pasar las horas muertas desenredando su larga melena, alargando sus pestañas, remarcando la línea de sus carnosos labios, adornando con perlas los delicados lóbulos de sus orejas, empolvando su nariz… No creía que pudiera existir una imagen que desprendiera una belleza más perfecta que su propio reflejo.

Aquel día en el mercadillo, creyó encontrar el paraíso. El vendedor decía que los había importado directamente desde Irán. Diez espejos de medio cuerpo enmarcados en diferentes mosaicos de nogal, ébano, mármol, lapislázuli, cristal, plata… Al pasar junto a ellos, los rayos del sol de mediodía le devolvían no solo los coloridos destellos de las piedras preciosas, sino sobre todo la multiplicación hasta el infinito de su propia imagen. Nunca había contemplado nada que la impresionara tanto.

Quiso comprar el de lapislázuli, pero el vendedor negó con la cabeza.

—O todos o ninguno, señorita.

Aquel hombre bajito, de piel cetrina, con un sucio bigote blanquecino, y múltiples y diminutas motas de caspa sobre sus hombros, le explicó que el lote no podía separarse, que los espejos habían sido fabricados por un antiguo mago persa y que quedarían convertidos en simple arena de playa si no se mantenían unidos bajo el mismo techo.

Pilar sabía que la intentaban timar, ¿quién iba a creer en magos a estas alturas? Sin embargo, la forma en que aquellas láminas le mostraban su propio rostro, su esbelto cuerpo, sus estudiados movimientos, tenía un tufo misterioso que solo un origen mágico podía explicar. ¿Por qué no comprarlos?

—¿Dónde se los llevo, señorita?

Una vez que el hombre se marchó de su piso, Pilar echó los tres pestillos y volvió al salón. Quería quedarse a solas con su compra, sin interrupciones.

El sol de la tarde entraba por las ventanas en el momento más luminoso de su hogar. Apartó las sillas, la mesita de lectura, el revistero, incluso el sofá, y comenzó a repartir los espejos por las cuatro paredes. De momento los apoyaría, ya tendría tiempo de colgarlos cuando decidiera cómo quedaban mejor. Lo hizo sin quitar las telas con las que el vendedor los había envuelto.

Una vez que quedó satisfecha con la distribución, respiró hondo y los destapó con rapidez. Cada uno de ellos fue llenando el salón con los reflejos de la luz solar. Ella se situó en el centro, recibiendo el calor que emanaban y regalando a su vez su imagen resplandeciente a cada uno de los diez espejos.

Miró y remiró su rostro repetido en aquel laberinto de reflejos. El corazón bombeaba con la emoción de un instante irrepetible, del logro de una meta, de un parto. Sus pómulos sonrosados, la sedosidad de su cabello, su belleza. Era su imagen. Era ella. Estaba ahí, rodeada de lo que más apreciaba en el mundo, disfrutando de sí misma como nunca antes lo había conseguido.

Tras los primeros instantes de pura emoción, sintió que algo no iba bien. Se acercó al espejo con marco de ébano y nogal. Su imagen ya no repetía sus movimientos, simplemente se había quedado fija como en una fotografía en tres dimensiones. Pilar exhaló vaho sobre el cristal y la imagen pareció molestarse.

—No me estropees —dijo.

Pilar se asustó. Retrocedió y por poco se cae. Los otros nueve espejos repitieron su tropiezo. El de ébano y nogal, no.

—Mira que eres torpe —la insultó su propia imagen.

Era cierto. A Pilar le pesaban las extremidades, sentía los músculos de piernas y brazos agarrotados, faltos de firmeza.

—¿Qué broma es esta? —preguntó.

—Ninguna. ¿Tenemos cara de bromear?

La que respondió no era la Pilar del espejo de ébano, sino la que estaba dentro del marco de plata. La Pilar de carne y hueso se giró para mirarla. Notó la boca seca, parecía que había dejado de salivar. Se topó con sus propios ojos mirándola con una complacencia que ella ya no sentía.

—Muchas gracias. Nos has hecho muy guapas —dijo tras su marco de plata antes de darse la vuelta y alejarse por aquel laberinto de espejos reflejados.

—¡Un momento! ¡Detente! ¡Esto es imposible! Eres yo. No puedes irte, no puedes dejarme.

Una carcajada se escuchó en su salón. Su propia voz se repetía y rebotaba por las cuatro paredes. Pilar dio la vuelta sobre sí misma y descubrió que su imagen en el espejo de lapislázuli actuaba también de manera independiente. Asustada, se llevó las manos a su rostro. Una de sus orejas desapareció. No se desgarró, ni se desprendió, ni se cortó, simplemente dejó de estar ahí.

—¿Qué ocurre? ¿Quiénes sois?

—¿Quiénes somos? —repitió la imagen tras el lapislázuli—. Somos tú.

—Imposible. Solo sois copias. Sois mi reflejo. Esto no puede estar pasando.

—Pero está pasando —dijo la Pilar enmarcada en un mosaico de piedras y cristal—. Y nos sentimos muy bien.

¿Otro espejo que robaba su imagen? Pilar se acercó a él. La otra oreja se esfumó al hacerlo. Sin dolor, pero provocando un vacío que iba más allá de lo físico.

—Por favor, ¡basta! —suplicó.

Comenzó a llorar y las lágrimas fueron borrando su rostro como si corriera ácido sobre su piel.

—No tienes motivos para llorar —dijo su imagen tras el marco de mimbre—. Tú te has mirado en nosotras. Tú nos has creado.

—¡No! —gritó Pilar mientras sentía cómo sus labios se esfumaban y dejaban al descubierto su cuidada dentadura—. Yo no os he creado. Solo quería mirarme. Mi imagen es mía. Solo mía.

Nuevas carcajadas resonaron en sus oídos. El marco de mármol y el de cobre también alojaban ya imágenes independientes de ella, reproduciendo su versión intacta. La nariz de la auténtica Pilar desapareció de su rostro y comprendió que de alguna manera aquellas copias de sí misma necesitaban que eso ocurriera para cobrar vida. A cada nueva reproducción, ella iba perdiendo un poco de su verdadera imagen.

—Parad de una vez, por favor —volvió a suplicar—. Devolvedme lo que es mío.

—¿Tuyo? —preguntó la copia tras el marco de porcelana—. ¿A quién le importa lo que es tuyo? ¿Qué más da lo que es tuyo o mío?

Aquella imagen saludó y se fue por la derecha de su marco, como si hubiera otro mundo tras el cristal. Pilar intentó cerrar los ojos para apartar aquella pesadilla, pero descubrió que tampoco tenía párpados.

Las imágenes dentro del marco de barro y del de acero fueron las últimas en independizarse de su creadora, repitiendo la perfección inicial de Pilar a la vez que le arrebataban la piel de sus brazos y los dedos de sus pies.

Pilar se sentó en el suelo, incapaz ya de llorar ni gritar ni de expresar ningún sentimiento.

—Seguiré siendo yo. No podéis robarme. No podéis hacerme desaparecer.

—No estés tan segura —afirmó la Pilar tras el marco de ébano y nogal.

Justo en ese momento, todas las reproducciones que aún seguían allí le dieron la espalda y se marcharon, como si buscaran un nuevo espacio alejado de su origen, como si fuera posible vivir sin reconocer que ella les había dado la vida.

Silencio.

Vacío.

Y de repente, una sombra.

Pilar levantó la vista y descubrió al vendedor. El sol crepuscular le otorgaba otro aspecto. Ahora no le parecía tan bajito.

—Vengo a por tu alma —dijo.

—No puedes —se quejó Pilar—, no hemos hecho ningún trato. No hemos firmado nada.

—¿Acaso importa?

—Esto no funciona así. No te la he vendido. No te puedes llevar algo que no te he vendido. Sería un robo.

—Los tiempos han cambiado. Ya no necesito que nadie firme nada.

El hombre bajito sonrió y arrebató lo último que le quedaba a Pilar.

Desde entonces ella permanece en el salón de su casa sin atreverse a salir, como un zombi al que le diera miedo que devoraran su cerebro baldío.

ARAÑAS EN LA RED

Texto: So Blonde

Ilustración: Rafael Estrada.

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Laura ha salido del McDonald’s casi a las dos de la mañana. La tarea no termina cuando se cierran las puertas. Cuando ya no queda nadie, toca cuadrar caja, efectuar la limpieza y sacar la basura. Los viernes se acaba tarde; comienza el fin de semana y el horario se alarga para aquellos que salen del cine o sienten la necesidad tardía de ingerir una dosis de glutamato monosódico. Las cargas de trabajo son abusivas y desproporcionadas. La calidad del empleo es incluso inferior a la de la comida que ofrecen.Además, Tomás, el encargado jefe, no lleva bien la presión humana, ni las cuotas. La empresa impone los ritmos y la organización. Todo rápido y estandarizado. No es un buen jefe y suele perder los papeles con sus empleados. Hoy ha perdido las formas de mala manera y ha gritado a Laura delante de sus compañeros y de los clientes; niñata tonta, la ha llamado, por confundir una doble con queso con una sencilla con pepinillo. Después, a modo de castigo, le ha cambiado el turno por el de la mañana, aunque sabe que Laura acude a primera hora a la universidad. Una lágrima de pura impotencia resbala por sus mejillas y se introduce entre las comisuras, apenas la siente o percibe el sabor amargo, se lo impide  su lengua  pastosa a causa de  la seda de las telarañas

Cuando llega a casa, mira el correo. Una educada e impersonal negativa  es lo que recibe de la empresa de moda a la que mandó sus propuestas para camisetas, en buena definición y trabajo acabado, tal y como pedían: “No encaja con nuestra línea”. Laura duda de sí misma; estudió el estilo de la compañía antes de enviar nada. Está a punto de echar una ojeada a la web, pero la arañita de su pelo le advierte que no lo haga.  Mejor dejarlo así, habría visto sus diseños con algunas leves variaciones en la nueva colección  primavera-verano. Enciende la tableta digitalizadora y comienza a dibujar. El trazo es firme a pesar de lo cansado del pulso. Comienza despacio, pero poco a poco los contornos toman cuerpo y la imagen parece viva.Los arácnidos se frotan las patitas, una nueva presa para sus fauces insaciables.

Juan  acaba de colgar a Francisco, su editor desde hace ya dos años. Le había llamado porque el último cheque recibido con la liquidación de ventas de su novela era de risa. Confía en Paco, sabe que sus palabras son sinceras, aunque no tanto como el tono alicaído y marchito que transmite la voz del hombre. El sector está muy mal y no  ofrece apenas réditos  a pesar de que la novela ha tenido una buena aceptación.  Por lo menos,  esto es lo que se deduce de la cantidad de descargas efectuadas desde páginas que ofrecen libros gratis, anuncios de videntes y prostitutas de pago. Juan no puede reclamar nada a su socio en esta aventura editorial. Por eso se encoge de hombros y finge una sonrisa postiza de camino al cuarto de Ana, su hija de ocho años que espera despierta el beso de buenas noches. Juan acerca sus labios a la tierna mejilla infantil y cierra la puerta con cuidado.  Después se adentra, como cada noche, en un tiempo escamoteado al sueño y a la vida, se sumerge en un abismo de palabras hilvanadas  con la aguja de la imaginación y el hilo de sus dedos sobre el teclado.Las costuras  se  vuelven invisibles cuando la pantalla desaparece de su visión. Su nuevo escrito es un cuento tonto y dulzón, una historia en la que las niñas de ocho años pueden llevar una manzana para comer en el recreo.

Debe aprovechar el tiempo, a las siete tiene que ir a sellar la cartilla del paro.

Decenas, cientos de arañas panzudas se escurren entre las teclas, trepan entre los folios y observan mientras aguardan. Tienen paciencia porque saben que serán recompensadas con creces. Conocen a su presa y es un bocado de primera.

Paula está contenta, el disco ha quedado muy bien. No esperaba menos con lo que le han costado los arreglos de producción. El desembolso, no obstante, ha merecido la pena.  Hubo un momento en el que casi creyó que no conseguiría acabarlo, no lograba dar con el sonido que tenía en su mente. Quizás estaba demasiado agobiada  por las  clases, el trabajo de becaria en el laboratorio y la perspectiva incierta de un giro postal con el que sus padres  en ocasiones, cuando pueden permitírselo, le echan una mano. La vida en la capital es cara y su sueldo apenas le basta para una mínima supervivencia.

Llegó el dinero y la joven consiguió al fin  relajarse, una prórroga de un mes y una despensa abarrotada de latas bastaron para que la melodía que se gestaba difusa en su mente se tornara definida y armónica.

Observa la pantalla y sonríe cuando ve que alguien se decide a  comprar su canción, ha sido el primero. Le encantaría poder dar las gracias a esa persona, pero no puede hacerlo,así que expresa su gratitud vía Twiter. Paula se eleva a una nube y no precisamente en una digital sin saber que a sólo tres contactos de distancia alguien acaba de colgar un enlace de Doxtrop con el disco completo. Las arañas se revuelven ávidas, exploran los recovecos ocultos del interior de la chica en busca de un cubil donde asentarse. Los parásitos intuyen que su estancia allí  será larga y fructífera.

Jandro no cree que una lámina de celofán consiga apañar el objetivo de su réflex, se ha partido en el peor momento. Por la mañana, en unas cuantas de unas horas, tiene su primera sesión retribuida. Se trata de un trabajo sin demasiada importancia, una chica que quiere salir bien en un book de fotos, pero es dinero en efectivo. Una suma que no alcanzará  para comprar una nueva lente.  El hombre suspira, si al menos el banco de imágenes le trasfiriera algo, entonces podría ir tirando, pero al parecer sus paisajes de marinas no tienen mucho público. Esto es al menos en apariencia porque con unos cuantos filtros,  un par de cambios de color y una firma conocida se han convertido en la portada de una revista de tirada nacional.

Una araña se escabulle por el almohadillado interior del estuche de la cámara.

La tela de araña traza hilos de color acero que se entrelazan como tendones y tejido muscular hasta ser uno  con la fibra óptica. Los arácnidos trasportan en sus abdómenes hinchados fragmentos de vidas y biografías, pero olvidan los nombres, las historias y las circunstancias. Se llevan su botín hacia la Red, impersonal hambrienta y hueca por sí misma. La Red nunca duerme, ni siquiera parpadea; se alimenta de lo que le traen sus mensajeros. Lo deglute, lo mastica y lo escupe al mundo sin darle ninguna importancia, pues todo ha sido ya despersonalizado por su aparato digestivo que convierte cualquier trabajo en contenido digital de usar y tirar. Pero ella no tiene la culpa, no podría pues no tiene consciencia propia. Es tan sólo un pelele, una marioneta vacía que nos aguanta la mirada mientras entramos en debates absurdos y partidarios.

QUE LE CORTEN LA CABEZA

Texto: Alicia Pérez Gil.

Ilustraciones: Helena González.

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Podemos situar el comienzo del problema en el momento en que Alicia leyó el mensaje del pastelillo y, como una buena niña obediente, lo siguió.

Tendríamos que establecer que Alicia estaba a las puertas del País de las Maravillas, donde las flores hablaban –eso lo descubriría más tarde-, se no cumplían años y la identidad era una cosa escurridiza sobre la que no se ostentaba poder alguno.

Pero Alicia no tenía la más remota idea de todo ello. Alicia, por tanto, comió.

Al comer del pastelillo incitador –los carga el diablo- Alicia cambió de tamaño y de perspectiva. Esto tendría a medio plazo algunas consecuencias más o menos graves dependiendo del punto de vista de quien las observara. Antes de eso llegó la segunda fase del problema, que se desató cuando Alicia hizo caso de la tarjeta que colgaba del cuello del frasquito: bébeme, decía. Alicia, por supuesto, bebió.

La cuestión es que Alicia, impelida a la acción por los mensajes escritos en botellas y pasteles cambió varias veces de tamaño hasta alcanzar el justo, el que la permitía pasar por la puerta. Esos cambios de tamaño conllevaron cambios de, ya lo dijimos más arriba, perspectiva; así como variaciones sutiles en la identidad. Cuando Alicia puso por fin el pie en el País de las Maravillas ya no era exactamente ella. Había perdido o alterado su ellidad y resultaba difícil reconocerla. No obstante eso no era un problema porque, de todos modos, Alicia no conocía a nadie en aquel lugar donde todos eran muy raros, hablaban de manera extraña y tenían códigos incomprensibles.

Había, para empezar, unos naipes que pintaban de rojo unas rosas blancas.

—Cosas de la Reina Roja. Las rosas son suyas y hace con ellas lo que quiere.

—Pues azules molan más.

—Pues te plantas un jardín de rosas azules, mona. Pero a nosotros nos dejas trabajar, que las hipotecas no se pagan solas.

Alicia, que había caído allí por culpa de la curiosidad, que la había llevado a seguir al conejo blanco sin parar mientes en los futuribles, se quedó como pensando, esperó a que los naipes se enfrascasen de nuevo en lo suyo, cogió una rosa y se la llevó. Una preciosa rosa blanca.

No vamos a hablar ahora de que arrancar flores es matarlas (aunque arrancar flores es matarlas), sino de que Alicia se sentó a la sombra de un enorme árbol de tronco morado, sacó unas tijeras del bolsillo de su delantal blanco y cortó una pieza de buen tamaño de su falda. Como llevaba pololos nada hay que decir de la decencia de la niña. Habría mucho que especular acerca del pegamento que usó para pegar los trozos de tela azul sobre los pétalos de la rosa blanca, pero se encontraba en un país donde los gatos aparecían y desaparecían , así que dejaremos las especulaciones para otra ocasión. La rosa, que es lo que importa, quedó preciosa. Alicia era una chica muy mañosa, la tela del vestido había cambiado también al entrar en el maravilloso país y se había adaptado tan bien a la flor, que parecía tinte. Pero tinte natural, nada de mercurio ni químicos de los de perder la cabeza.

Alicia, feliz con su trabajo, orgullosa de él, se lo colocó en la solapa o, si el vestido no tenía solapa, se lo prendió en el pelo y se fue de paseo por el bosque. El gato sin cabeza y a veces la cabeza del gato la seguían a cierta altura, por entre el follaje. Hete aquí que se encontró con la oruga azul y tuvo la conversación esa que todos conocemos:

—¿Por dónde voy?

—¿A dónde?

—Pues no sé.

—Tira por ahí, anda, que total, te va a dar lo mismo y así nos divertimos todos.

Y por allí que se fue la niña con su flor azul tras la oreja, camino del castillo de la reina Roja. No diréis que no se masca la tragedia.

La oruga, además de azul, era un bicho viscoso y bastante puñetero que no soportaba las coincidencias. Eso de que alguien se vistiera de su color lo enfermaba y por eso mandó a la criatura derecha al castillo. La reina jugaba a alguna cosa absurda en el jardín. Algo monárquico, probablemente. De hecho era una mujer la mar de jovial, amiga de sus amigos, madre de sus hijos, hija de sus padres, sobrina de sus tíos y sobre todo muy esposa de su esposo. Lo que no la gustaba mucho era que le tocasen sus cosas. De ahí que no escatimase esfuerzos en mostrar cuan suyas eran. Vamos, que por eso lo pintaba todo de rojo. Seguro que os imagináis por dónde van los tiros…

—Muchacha, los pololos no se llevan desde la época victoriana y lo de robarme las flores está penado por la ley.

—Pero si me ha quedado chulísima, mira.

—Es que la rosa es mía, ya sabes. De mi jardín. Y la has cortado, la has pintado de azul… No le has dejado ni un cartel que diga la procedencia.

—Mujer, tampoco es para ponerse así.

La reina, pobrecilla, hacía honor a su nombre y se ponía roja. Es lo que tienen los cabreos.

—Tú no tienes vergüenza ninguna.

—Si lo dices por los pololos…

—Más bien por lo de robar.

—Vaya perra que te ha dado. La flor estaba ahí y había otros tíos haciendo lo mismo que yo…

Alicia no terminó el discurso, claro. La tengo ahí, de maniquí para los sombreros. Ahora se lleva mejor con el gato. Juegan a desaparecer por partes y eso…

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EL DÍA DEL JUICIO FINAL

Texto: Judith Bosch.

Ilustraciones: Mo Mochi.

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Atremai, protector de las creaciones artísticas humanas, invocó a Mares y lo adiestró como íncubo que acechara y visitara a los ladrones y destructores de arte. Así que Mares se pasaba las noches perturbando las conciencias y el imaginario de los humanos que destruían o se apropiaban de dibujos, palabras, fotografías y esculturas ajenas.

Si en el transcurso de la pesadilla el ladrón se arrepentía y al día siguiente corregía sus errores, Atremai lo premiaba con una racha de buena suerte. Si, por el contrario, se enfrentaba al íncubo y no modificaba la actitud, Atremai cernía sobre él una maldición que podía durar hasta siete años. Oabús, protector del azar y el libre albedrío, solía intermediar en estos asuntos y las discusiones resultantes daban lugar a tempestades, maremotos y movimientos sísmicos de gran calibre.

“¡No puedes castigar a quien se oponga tus principios!”, gritaba furioso Oabús. “¡El libre albedrío es y representa el respeto divino a todos los seres, ya sean buenos, malos o peores! ¡Son ellos los que tienen que decidir sus propios castigos, no tú!”.

“¡El arte es un don de los Dioses!”, respondía implacable Atremai. “¡Somos los dioses los que debemos proteger ese don, y arrebatarlo o defenderlo como nos plazca!”.

La llegada de nuevas tecnologías de la comunicación y la información supuso una nueva era de quebraderos de cabeza y percances que sobrepasaban las capacidades y la paciencia del íncubo Mares.

Un buen día, bien entrados en el SXXI, Mares convocó a Atremai y Oabús a una reunión muy importante para él.

-Señores -comenzó el íncubo -, mis quehaceres resultan cada noche más infructuosos. Los humanos rara vez comprenden su error; Internet les ha otorgado posibilidades infinitas de pecar sin ser descubiertos, si quiera reconocidos como ladrones o destructores, pues la nueva percepción de la comunicación en red promueve la falsa creencia de que todo es de todos. Las discusiones que tengo cada noche están minando mi moral y necesito soluciones.

-Sabía que esto tenía que ocurrir y, siendo sincero, me alegra que haya ocurrido –alegó Oabús -. No podemos jugar el rol de los eternos castigadores y nuestros castigos al final, como ha ido ocurriendo con todos los castigos divinos, tienen que avanzar hacia un estado metafórico sin repercusiones vitales ni mayor trascendencia.

-¡Azaroso Animal! –exclamó con rabia Atremai -. ¡Nuestros castigos son necesarios y sin ellos el mundo de los humanos está volviendo al caos!

-¡Pues que impere el caos! ¡Y que en el caos vivan y procreen! –replicó Oabús -. ¡Si la elección de la mayoría de los humanos es el caos! ¡Larga vida al caos!

“Sabía que esta no era una buena idea, ¡sólo a mí se me ocurre!”, masculló Mares y comenzó a caminar en círculos con la cabeza gacha y los pies en cuña, mirando el uno al otro. Entre tanto Atremai y Oabús se enzarzaron en otra de sus grandilocuentes y sonoras discusiones.

-¡Señores! –exclamó por fin el íncubo -. Si el problema radica en “decidir”, atajemos por lo sano y dejemos que ellos decidan.

Los dos protectores callaron y se miraron con recelo.

-Explícate mejor –solicitó Oabús.

-Arrebatémosles los nombres y las historias de todos sus artistas. Dejémosles a solas con un puñado de obras sin firmar y observemos cuál es su reacción. ¿Qué les parece? Y si en adelante pueden vivir desconociendo a sus autores, ¡que vivan! Si en cambio aclaman nombres y caras, continuaré con mis quehaceres tal y como el gran Atremai dispuso en su momento.

-Me parece una idea estupenda –concluyó Oabús -. ¿Atremai?

El protector del arte torció el cuello y guardó unos segundos de silencio.

-Está bien. Que así sea –resolvió por fin.

Así, los tres juntos, invocaron al dios del olvido y le arrebataron al mundo todos los nombres y anécdotas que la historia del arte había atesorado cuidadosamente en galerías, museos y bibliotecas. Los humanos se encontraron, de un día al otro, con millones de exposiciones sin firmar, ningún libro en el que encontrar respuestas y trillones de trillones de cuadros, esculturas y monumentos sin vestigio alguno de sus creadores.

-¡El día del Juicio Final ha llegado! –gritaban fanáticos por las calles -. ¡Hemos perdido la identidad! ¡No sabemos de dónde venimos y arderemos en nuestra ignorancia!

“Se requieren urgentemente historiadores del arte no afectados por la enfermedad del olvido”, rezaban todos los periódicos.

Después de varios meses sumidos en el caos, los humanos decidieron organizarse e invocar a los dioses. Millones de personas se agolparon en las plazas de todas las ciudades y municipios del mundo y pidieron a gritos nombres propios con los que reconocer los lienzos, monumentos y esculturas que habían quedado vacíos de identidad.

El cielo se abrió y desde todas las partes del planeta, al lado de la luna, podían verse las representaciones visuales de Atremai, sentado en un arpa de colores, Oabús, enfundado en una túnica estampada con iconos de neutrones, protones y electrones y Mares, con una estrella de David tatuada en el dorso de la mano y una polilla nocturna posada en el índice de la otra.

-¡Mortales! –exclamó Atremai -. ¿Queréis que os devolvamos a vuestros artistas?

-¡Sí! –contestó la humanidad al unísono.

-Así haremos –prosiguió Atremai -. Eso sí; solamente os devolveremos la historia. Es y será decisión vuestra seguir llenando vuestro mundo de firmas y nombres que les den sentido a las manifestaciones artísticas. ¿Os comprometéis a respetar a vuestros autores y darles la importancia que merecen?

-¡Sí! ¡Nos comprometemos! –aclamaron todos.

-¡Un momento! –interrumpió un señor con traje, maletín y dos libros de derecho, uno debajo de cada brazo -. Si las obras se extraen de Internet los autores no tienen por qué ser mentados.

-¡Cierto! –exclamó un grupo de jóvenes.

-¡Pero qué más da! –protestó una anciana -. Internet es un medio para acceder al conocimiento, no puede ser una excusa para borrar y ocultar información. ¡Volveremos a quedarnos sin autores si actuamos así!

-¡La anciana tiene razón! –gritaron varios millones de personas.

-¡No! ¡Tiene razón el especialista en Derecho! –rebatieron otros tantos millones de humanos.

Atremai miró a Oabús con una expresión en la que se mezclaban el desconcierto y un tipo de desagrado difícil de definir.

-¿Esta gente está tonta o qué? –preguntó.

-Sí –afirmó Oabús con tajancia -. Llevo millones de años intentando decírtelo. Vamos, anda; deja que discutan y pasa del tema. Te invito a una copa.

Atremai negó con la cabeza.

-Malditos humanos -… Que sean dos. Yo pago la siguiente ronda.

Mares corrió detrás de ellos.

-¡Eh! ¡Yo invito a la tercera ronda! Y ya que estamos, buscamos algo para mí, por fi; que hacer de íncubo me tiene hasta las narices.

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Concepción de la idea: tres horas.

Desarrollo gráfico del primer boceto: una hora.

Desarrollo básico del diseño final: dos horas.

Sombras: tres horas.

Correcciones: dos horas.

Digitalización de la imagen: treinta minutos.

Que me alcance el día del Juicio Final discutiendo si tengo derecho a decidir sobre el uso de esta imagen no tiene precio, para todo lo demás, ¡Google Card!

Antonio J. Cuevas, Zoraida Zaro, Rafael Estrada, So Blonde, Helena García, Alicia Pérez Gil, Mo Mohi y Judith Bosch 2015.

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